La micorriza es una asociación constituida por un conjunto de hifas fúngicas (micelio) que, al entrar en contacto con las raíces de las plantas, las pueden envolver formando un manto y penetrarlas intercelularmente a través de las células del córtex, como en el caso de la ectomicorriza o, como en el caso de la micorriza arbuscular, penetran la raíz, pero no se forma ningún manto.
Al mismo tiempo, las hifas se ramifican en el suelo, formando una extensa red de hifas capaz de interconectar, subterráneamente, a las raíces de plantas de la misma o de diferentes especies. Esta red de micelio permite, bajo ciertas condiciones, un libre flujo de nutrimentos hacia las plantas hospederas y entre las raíces de las plantas interconectadas, lo que sugiere que la micorriza establece una gran unión bajo el suelo entre plantas que, a simple vista, podrían parecer lejanas y sin ninguna relación. Así, la micorriza ofrece a la planta hospedera y al ecosistema, diferentes beneficios en términos de sobrevivencia y funcionamiento.
El término "micorriza" fue acuñado por Frank, patólogo forestal alemán, en 1877, al estudiar las raíces de algunos árboles forestales. Para 1900, el botánico francés Bernard resaltó su importancia al estudiar las orquídeas. Trappe (1994) define a las micorrizas en términos funcionales y estructurales, como "órganos de absorción dobles que se forman cuando los hongos simbiontes viven dentro de los órganos de absorción sanos (raíces, rizomas o talos) de las plantas terrestres, acuáticas o epífitas". En esta asociación, la planta le proporciona al hongo carbohidratos (azúcares, producto de su fotosíntesis) y un microhábitat para completar su ciclo de vida; mientras que el hongo, a su vez, le permite a la planta una mejor captación de agua y nutrimentos minerales con baja disponibilidad en el suelo (principalmente fósforo), así como defensas contra patógenos. Ambos, hongo y planta, salen mutuamente beneficiados, por lo que la asociación se considera como un "mutualismo". Evidencias fósiles y estudios moleculares sugieren que la asociación micorrícica se originó hace ca. 462-353 millones de años y, desde entonces, su formación es indispensable para el éxito ecológico de la mayoría de las plantas sobre la Tierra.
La función principal de la micorriza es facilitarle a la planta la adquisición y absorción de agua, fósforo y nitrógeno, principalmente; sin embargo, esta asociación proporciona otros beneficios a las plantas, entre los que destacan: la protección ante el ataque de parásitos, hongos patógenos y nemátodos, el aumento de su resistencia a la herbívora, influyendo en la producción de sustancias defensivas por parte de la misma planta, la limitación de la absorción de metales pesados tóxicos como el zinc y el cadmio que son alojados en sus hifas, aumento del área de exploración de la raíz, lo que incrementa el flujo de agua del suelo a la planta (ver revisiones hechas por Camargo-Ricalde, 1999; 2001; 2002); además de mejorar las propiedades físicas y químicas del suelo mediante el enriquecimiento de materia orgánica y la formación de agregados por medio de la adhesión de partículas debida a una proteína exudada por el micelio, la glomalina, contribuyendo a darle estructura y estabilidad al suelo, lo que reduce su erosión y mejora su capacidad de retención de agua (Guadarrama et al., 2004; Finlay, 2008).
Las especies vegetales que forman micorrizas presentan una fisiología y una ecología diferentes de aquéllas que no forman esta asociación y se considera a la asociación micorrícica como uno de los factores promotores de la diversidad vegetal, al aumentar la adecuación de las plantas (supervivencia, crecimiento y reproducción) y facilitar su establecimiento, incluso bajo condiciones de estrés ambiental, lo cual tiene un impacto positivo en la diversidad de plantas, tanto a una escala poblacional como de las comunidades vegetales (Van der Heijden, 2002).
Además, como parte de la cadena trófica, las hifas de estos hongos son consumidas por la fauna del suelo, como los nemátodos y los microartrópodos. Asimismo, las hifas constituyen una parte importante de la biomasa del suelo y son un importante sumidero de carbono, ya que los hongos micorrizógenos asociados a las especies vegetales reciben entre el 57% y 90% del carbono de los árboles, y llegan a representar hasta el 50% de la biomasa microbiana total del suelo (Olsson et al., 1999). Existen estudios que reportan que la micorriza genera una extensa red de micelio externo que explora el suelo en la búsqueda de recursos (por ejemplo nutrimentos y agua) e interconecta a las raíces de plantas de la misma especie e, incluso, de especies diferentes (Simard y Durall, 2004). Usando técnicas isotópicas para marcar el carbono (C14), estos estudios han demostrado que las plantas interconectadas por la red micorrícica pueden transferir carbono entre ellas (Simard et al., 1997; Finlay, 2008; Smith y Read, 1998), de tal manera que aquellas plantas que, aparentemente parecerían a simple vista no tener una relación cercana, están comunicadas con otras plantas por medio de las redes de micelio que están en el suelo.
Igualmente, ante los problemas ambientales y ecológicos que enfrentamos hoy en día, la asociación micorrícica nos ofrece múltiples beneficios, debido a que las plantas micorrizadas, ya sean de interés agrícola o forestal, son más resistentes a condiciones ambientales adversas, como: la falta de agua y de nutrimentos esenciales, y el ataque de microorganismos fitopatógenos o plagas, además de estimular un mayor crecimiento (biomasa) y una mejor adecuación (figura 5) (Finlay, 2008; Smith y Read, 1998).
Actualmente, la asociación micorrícica se considera fundamental en las prácticas agrosilvopastoriles sostenibles y en los programas de restauración ambiental, ya que aumenta sus posibilidades de éxito.
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